
En el Congreso chileno, hay una bancada que no necesita escaños: la de los imputados. Mauricio Ojeda, ex Republicano, está en prisión preventiva por fraude al Fisco, cohecho y lavado de activos. Catalina Pérez, ex Frente Amplio, fue desaforada y formalizada por desviar fondos públicos en el Caso Convenios. Francisco Pulgar enfrenta acusaciones de violación reiterada. Jorge Durán, suspendido de RN, también está bajo investigación por abuso sexual. Y Miguel Ángel Calisto, independiente, fue querellado por asesorías fantasma. Todos ellos, aunque apartados de sus funciones, siguen orbitando el poder, algunos incluso preparando su retorno electoral. No es una novela negra: es el guion institucional.
En Chile, el ideal de que todos somos iguales ante la ley parece desvanecerse cuando observamos cómo el sistema judicial y legislativo protege a una casta política que se ha vuelto intocable. La reciente situación de parlamentarios que, estando suspendidos de sus funciones por graves acusaciones de corrupción, fraude e incluso delitos de violación, se preparan para una posible reelección, no es un simple vacío legal; es la prueba de que las leyes están hechas por y para la élite.
El "resquicio legal" que permite a un parlamentario desaforado ser nuevamente candidato no es un accidente. Es un diseño meticuloso que asegura que la investidura, el fuero y los privilegios se mantengan intactos. La ley, en teoría, prohíbe la postulación solo si existe una condena a pena aflictiva, es decir, más de tres años y un día de cárcel. Pero la realidad nos muestra que los procesos judiciales contra estas figuras se alargan, se entrampan y rara vez terminan con una sentencia firme antes de una nueva elección.
Mientras tanto, el ciudadano común, que enfrenta una multa de tránsito o un problema menor, ve la justicia actuar con rapidez y sin contemplaciones. Para la élite, en cambio, la burocracia judicial es un escudo protector. Las cortes se convierten en arenas de batallas legales interminables, donde los abogados defensores, bien pagados y conectados, garantizan que el tiempo corra a favor de sus clientes. Al final, la condena, si es que llega, lo hace cuando el ciclo político ya ha avanzado, y el delincuente de cuello y corbata ya ha cumplido su objetivo de mantener su poder y sus privilegios.
Esto no es un problema de una ley en particular, sino de un sistema completo. La élite política, los jueces y los notarios conforman una red de poder que se protege mutuamente. Los parlamentarios legislan para garantizar su impunidad, los jueces aplican estas leyes con una interpretación favorable a su círculo, y los notarios, como custodios de la fe pública, son parte de este entramado de secretos y transacciones que benefician a los mismos de siempre.
La prensa hegemónica, especialmente la de derecha, guarda silencio porque este entramado de impunidad también la beneficia: protege a sus operadores políticos, a sus financistas y a los intereses empresariales que orbitan en torno al poder. Pero tampoco la prensa progresista se atreve a denunciar con fuerza, atrapada entre pactos editoriales, cálculos electorales y una tibieza que la vuelve cómplice por omisión. Cuando los medios callan frente a delitos graves cometidos por parlamentarios, no solo fallan en su rol fiscalizador: legitiman el abuso y normalizan la corrupción como parte del paisaje institucional.
La democracia chilena se enfrenta a una crisis de confianza. Cuando un político acusado de fraude o abuso puede volver a postularse, se le está diciendo al ciudadano que la integridad no es un requisito para gobernar. El mensaje es claro: si perteneces al club, las reglas son diferentes. Y mientras no se derribe este sistema de castas y privilegios, la verdadera justicia seguirá siendo un ideal lejano para la mayoría, y una simple formalidad para los poderosos.
Jorge Bustos
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